miércoles, 6 de agosto de 2014

La Casa de mis Abuelos

He querido escribir esta entrada desde hace mucho, pero lo había dilatado. Lo más probable es que fuera porque no sabía muy bien como abordarla. Quizás por primera vez las palabras me queden cortas para todo lo que me gustaría decir...

Soy una persona a la que le encanta la fantasía medieval... Delirio con esas historias tipo el Hobbit, donde llegan estos enanos queriendo retomar este antiguo reino bajo la montaña, ya que entre ellos esta el verdadero heredero... Claro, estas historias suenan fantásticas al estar llenas de criaturas mágicas, batallas épicas, etc... Pero lo cierto es que también conllevan historias muy humanas, muy reales. Aquellas que tratan sobre la amistad y el amor, probablemente son fáciles de entender. Pero hay otras... Creo que no fue hasta que pusimos en venta la casa de mis abuelos que entendí lo que se siente eso. Sentir que toda tu historia, tus recuerdos, se aferran tanto a un lugar, pero no sólo tú, son todos los que te precedieron: varias generaciones se criaron y formaron en ese espacio. Y ahora no puedes regresar a él. Si pudiera, yo misma armaría un ejército para retomar esa casa, ese castillo emocional que es para mí, pero no, este no es un enemigo al que hay que derrotar, es sólo la vida con sus muchas vueltas... 

Esa casa la construyó mi abuela. Era arquitecta. Y probablemente fue su única obra (que yo sepa), ya que después se dedicó al hogar y a criar a sus cuatro hijos. Ahí creció mi madre. Y fue también mi segunda casa. Pasaba todas mis vacaciones ahí, y durante el resto del año la reunión familiar de los domingos era casi sagrada. Después de clases también me daba alguna vueltecilla. Hasta muchos de mis amigos terminaron conociendo aquella casa.

No tiene sentido que intente describir lo que era para mí, o los infinitos recuerdos que poseo, son demasiados. Como dije en un principio, las palabras mismas no me bastarían. Todos los juegos que realicé, la imaginación que despertó en mí, como me acompañó en los cambios de mi vida a medida que fui madurando... Sólo por mencionar algunas cosas, recuerdo como me escondía en el clóset a jugar entre las antiguas ropas de mi mamá, o el olor a polvo de la alfombra en la habitación de mi abuela cuando me recostaba bajo la cama, buscando soledad. El aroma a jabón de los cajones. Y como me enamoré perdidamente de las sombras que dibujaban en movimiento las luces de los autos a través de las persianas de mi pieza, en la oscuridad de la noche. Recuerdo la vista desde mi alcoba hacia la calle 6 Norte. Era infinita, inclusive se veían los fuegos artificiales de Año Nuevo cuando la modernidad aún no nublaba el cielo viñamarino con edificios tipo oblea. En las noches de invierno las enorme hojas de los árboles se volvían naranjas y bajaba una neblina que se arremolinaba sobre los adoquines de calle Quillota... Se me hacía como viajar hacia una historia de terror londinense. En primavera era distinto, primero te recibía el jazmín de la reja, después la flor de la pluma que subía hasta el balcón del segundo piso y luego seguía subiendo por el cable, el poste, el árbol hasta el infinito. Por último las fresias blancas perfumaban el ambiente y esto se prolongaba hasta el living, donde mi abuela siempre colocaba un ramillito. Con ella aprendí tanto de flores como con mi madre: las camelias, la orquídea, los clarines, las rosas... Siempre estuvieron ahí con ella. Su favorita: la rosa Double Delight. Otros días era diferente y la brisa marina arrastraba hasta aquella casa los aromas de la playa. En el patio trasero la piscina recubierta de azulejos azules se me hacía como un gran computador en el cual podía sumergirme mientras que mi abuelo siempre me decía: "¡Entra de piquero!" Ahí crecía el limonero más grande que jamás haya visto, me encantaba subirme ahí a pesar de las amenazas de quebrarme algo. Con sus frutos él siempre me regalaba una limonada. Así, en fin, encontraría mil recuerdos, de cada habitación, de cada etapa de mi vida, de cada estación climática.

Pero esa casa además era perfecta. Estaba tan bien pensada. Ahora con ojos de adulto también lloro por el potencial de esa casa. Cuánto daría por vivir en una casa así, con esas habitaciones, esos clósets, todo tan bien distribuido. Sólo puedo soñar con aprender de esas lecciones para algún día lograr concretar algo parecido. Pero en mi mente siempre seguirá brillando ese recuerdo que ya se ha instalado en mí como mi casa ideal.

Lo peor de todo quizás sea la razón de la venta. Mis abuelos siguen vivos, pero su edad ya es muy avanzada y no son los que solían ser. Siento que con la casa poco a poco los he ido perdiendo a ellos también. Verlos día a día, ahora que viven conmigo, me ha hecho reflexionar muchísimo. Sobre la vida misma, sobre los ciclos y sobre como la sociedad en la que vivimos definitivamente no está preparada para convivir, para tratar con la gente mayor. La mayoría de esos pensamientos son tristes...

Una vez escuché que la gente de no sé donde siempre dejaba prendida una vela en la ventana para ayudar a guiar las almas perdidas de regreso a donde les corresponde. Y es curioso porque siempre que pasábamos por afuera de la casa de mis abuelos podíamos ver la luz del escritorio, donde más les gustaba pasar el día, encendida. Sabíamos que estaban aún despiertos, más tarde les llamaríamos y sabríamos que estaban bien, conversaríamos de las cosas que hubiesen acontecido en el día... Ahora ya no es así. Vendimos la casa y la desnudaron por completo. No hay una sola flor o planta siquiera en aquel jardín. Ya no hay una luz en aquella ventana. Y me doy cuenta de que ahora es nuestro turno. Ahora somos nosotros quienes debemos dejar esa luz prendida, ya sea en la ventana o en nuestros corazones. Quizás algún día ellos ya no estén aquí y así como hemos perdido esa casa los perderemos también a ellos, así como hemos ido perdiendo poco a poco sus recuerdos, su identidad... Las cosas por sí solas no nos sirven, son las emociones atadas a ellas las que las hacen valiosas. Y son esas emociones las que debemos tener prendidas, iluminándonos. Como esa luz en la ventana, que sean un faro en nuestras vidas... Saber de donde venimos y a donde queremos ir y no olvidar las lecciones más importantes de la vida. Después de todo, mi abuelo era marino y sabía guiarse por ese tipo de luces...


Esta foto la tomamos el último día antes de entregar la casa. Estamos mi mamá, yo y mi hijo. Existe una foto sumamente parecida en el mismo frontis de la casa, donde aparece mi abuela con sus hijos. Mi mamá tendría la edad del Rafa. Bueno, la vida continúa, ¿no?

Atte
Mei

2 comentarios:

  1. Escribí algo y se perdió u.u

    Decía que esta entrada complementa aquella que me contaste cuando pasamos en el auto frente a esta casa. Que bueno conocer parte de tu historia y niñez :)

    Estamos tan apresurados en vivir el futuro o dispersos en el presente que cuando nos detenemos a pensar o recordar ya han pasado varios años. La vida es dura en cuanto a nunca se detiene y va quitándote a nuestros seres queridos, sus fuerzas, sus ánimos y hasta sus recuerdos...
    Grande Mei, agradezco que te des el trabajo de escribir y compartir con nosotros tus reflexiones ♥
    Nos vemos en otro post.

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