lunes, 13 de octubre de 2014

Un día en el Cielo

El otro día hicimos un Picnic en el Jardín Botánico. Mi hijo de dos años lo pasó increíble corriendo libremente por ahí. Mi pareja quedó agotado corriendo detrás de él. Lo pasamos súper con mis amigos: conversando, comiendo, jugando... El clima estaba de lo más agradable.

En algún momento me quedé sola descansando sobre la mantita que habíamos tirado en el pasto. Corría una suave brisa y por la hora, donde el sol comienza a declinar, había una luz tangencial... Una especie de bruma que cubre la panorámica como un filtro de instagram. 

Estaba lleno de familias que habían decidido salir también. Vi grupos de niños pequeños celebrando cumpleaños, con un tipo alto y calvo vestido como guía de safari que les realizaba actividades. Los árboles estaban adornados con globos y banderitas de papel, listones y otros colgantes. Las mesas estaban repletas de jugos y cositas sanas. En el pasto habían cojines y mantitas... Parecía una foto de revista de decoración. 

En otros grupos la cosa era más heterogénea: tercera edad conversando, parejas de adultos regaloneando, parejas jóvenes absortas en lo suyo, padres pacientes y vigilantes, pero relajados... Grupos grandes de amigos jugando, amigas de mediana edad riendo. Había de todo.

La naturaleza magnífica como siempre. Algo me produce estar en medio de árboles inmensamente grandes. No hay cosa que me guste más que perderme en los bosques. Y el Jardín Botánico era el escenario perfecto para las actividades de aquel día.

Si bien había mucha gente, había suficiente espacio para todos. Los asistentes eran de todas las clases sociales, pero se mezclaban bien. Desde las pitucas que intentan verse hippies con ropa de marca, hasta las clases populares vestidas con ropa del persa, pasando por la clase media que se viste muy originalmente en las grandes tiendas... Nadie desconfiaba del otro. No era ese ambiente como de plaza pública, donde todos afirman su cartera o miran feo al del frente. Todos dejaban que los niños corrieran libres y se hicieran amigos de los demás, sin importar si dejaban la bici tirada. Los perros corrían por todas partes, pero todos tenían dueño. Ningún aparato hacía música de forma molesta. Y los autos y motos pasaban muy lento, así que no estaba ese estresante ruido de motores al acelerar, ni frenasos, ni bocinas...

Me detuve un momento y los miré. Los observé cuidadosamente a todos. Mi alma se conmovió al ver esta escena del Jardín de las Delicias. Sentí que eso era la perfección, ¿qué más podía pedir? Habría sido feliz con una vida así. Relajada, donde todos pudieran conversar, jugar, leer, pintar, dormir, pololear, correr, en fin... lo que quisieran. Detenerse a oler las flores, a maravillarse con el colorido de los árboles, a jugar a alimentar a los patos o ensimismarse con los destellos de luz sobre el agua... El clima: perfecto: ni mucho frío ni mucho calor. Suficiente privacidad, suficiente estar en compañía con los otros.

Si alguien me hubiese preguntado ¿cómo imaginaba yo el Paraíso? Habría respondido: Así.




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